Marilyn, Cardenal y Capote: Tetas, Locura, Sexo y un Buen Ladrón
Nota de autor
Esta novela corta fue escrita en ráfagas intensas, intercaladas con largos intervalos de vida. Concebida en 1979 y concluida en 2025, recorre casi medio siglo tejido entre memorias personales y fantasmas colectivos: el delirio de una España que despertaba a la libertad y el eco de un mundo marcado por la soledad.
Contra toda lógica, su primera publicación no fue en castellano, sino en inglés, y en un espacio inesperado: LinkedIn. Allí, como si una red profesional se convirtiera en confesionario global, el texto alcanzó más de 25.000 lecturas en apenas tres días, multiplicándose sin pedir permiso.
Ahora llega por fin en su idioma original: el castellano.
El idioma donde nació, donde sangra y donde arde.La acogida ha sido maravillosa, quizá porque esta novela habla sin restricciones de lo más humano: la mente, las relaciones, los laberintos eléctricos que a veces chisporrotean en nuestros cerebros. Lo hace encarnándose en tres inmortales del arte: Marilyn, Cardenal y Capote. Sus diálogos no ofrecen moralejas, sino que devuelven la vida misma, con toda su locura, fragilidad y esplendor.
Quizá por eso, al cerrar estas páginas, podamos brindar por lo vivido:
1979 y 2025, una misma noche infinita, confesando bajo el sol y la luna balear que la única cordura posible es atreverse a nombrar nuestra locura.Gracias por leer. Si puedes, ayúdame con un like y compartiendo esta publicación: es vital para que este trabajo siga respirando.
Yet the Work Burns Bright
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Confesiones de la Transición: cuerpos, fantasmas y pecados bajo el sol y la luna balear
A Germán Alfonso, mi padre...
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Germán Toro Ghio -Mallorca – Estocolmo – Managua – Santo Domingo RD – Karlstad -1979–2025
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La primera misa pagana de la democracia española: discotecas iluminadas, playas convertidas en catedrales, cuerpos desnudos como votos contra el franquismo. Truman Capote, Marilyn Zetterlund, Diego Restamenos y un guardia civil que se confiesa ladrón protagonizan esta novela coral donde la libertad se celebra como delirio y la locura se revela como herencia. Aquí no hay pactos de despacho, sino confesiones sudorosas: sexo, música disco, hash marroquí y la verdad brutal de una España que aprendía a respirar. Ernesto Cardenal y Marilyn Monroe orbitan como santos patronos de la enfermedad mental y la soledad compartida. Más que una novela, un exorcismo. Más que un recuerdo, un espejo.
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Capítulo I -El sol balear
Truman supo que algo iba a morir cuando el calor empezó a hablarle. Era mediodía y Mallorca ardía bajo el sol. Un sol de plomo que no caía, sino que atacaba. El asfalto sudaba sangre invisible y las alpargatas de Truman ardían como recuerdos de braseros de invierno, incapaces de protegerlo del infierno que trepaba desde las entrañas de la isla. El verano del 79 no era solo calor; era fiebre, delirio, un apocalipsis mediterráneo. Mientras España entera convulsionaba.
En Madrid, Felipe González afilaba sus colmillos para el poder. "Por el cambio", gritaban las paredes, pero Truman sabía que algunos cambios llegan manchados de sangre. En Euskadi, ETA seguía escribiendo obituarios con pólvora. En Nueva York, el Guernica esperaba como un profeta ciego el regreso a casa tras décadas de exilio forzoso. La península aprendía a respirar, sí, pero respiraba veneno.
Y en Mallorca... en Mallorca la revolución tenía otros nombres. No había consignas. No había mítines. Solo carne y fuego y secretos que fermentaban al sol. El aire no olía: asfixiaba. A Coppertone mezclado con sudor europeo y algo más oscuro. Hachís marroquí llegado en zódiacs fantasma, prensado en tabletas de chocolate negro que ardían en las venas como eucaristía maldita. La liberación tenía precio, y se pagaba en gramos.
Marivent, el palacio real, observaba desde su trono de piedra. Símbolo de una monarquía que ya olía a carroña. Todavía sin conocer la figura de Letizia, plebeya destinada a reinar, se dibujaba aún en un futuro lejano, pero la sombra de los amores infinitos programados por algoritmos insaciables ya estaba escrita en la arena. El palacio era testigo de la fragilidad de las instituciones y del peso del deseo que ningún protocolo lograba domesticar.
Capote lo sabía. Ya había atizado hogueras con Plegarias no atendidas. No había revelado solo lo íntimo de las damas de Manhattan sino hasta los rumores de Pablo VI de Grecia, abuelo del príncipe de Asturias. Truman conocía el poder de las palabras. Y sabía usarlas como cuchillos.
En su cabeza, un martillo implacable: “Gloria, gloria, gloria…”.
El estribillo de Umberto Tozzi no era canción, era tortura. Los restos de hachís se peleaban con los manhattans de la víspera. El calor no venía del cielo: venía desde adentro. Su cuerpo era un horno habitado por demonios hambrientos de confesión.
Y entonces la vio.
Ella.
Una mujer que no debería existir. Cincuenta y tantos llevados como corona. Elegante como una guillotina. Cabello platino cortado asimétricamente. Ojos azules como todos los fiordos y todas sus tragedias.
Marilyn Zetterlund. Apoyada contra el mármol blanco de la barra de Alexandra, discoteca de Magaluf donde la libertad se ensayaba como experimento químico. Una esfinge nórdica en caos mediterráneo. Truman intuyó que no estaba perdida: estaba cazando.
Sus miradas se cruzaron y algo se quebró en el aire. Truman echó a andar más despacio, como un animal que reconoce a su depredador. El sol seguía quemando, pero ahora había algo más frío recorriéndole la espalda. La sensación de estar en el umbral de algo mayor. Algo definitivo.
“Hoy España aprenderá a confesar”, pensó. Y supo que no hablaba solo de España.
La esfinge nórdica no era solo un encuentro de discoteca: venía de más lejos, traía un invierno entero en los ojos.
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Capítulo Puente: Dos inviernos, una isla en llamas
Mallorca ardía como un cuerpo febril bajo el sol de julio. Pero más allá del Mediterráneo había otros inviernos, silenciosos y crueles.
En Oslo, el tiempo se había detenido en la nieve. Tres de la tarde y ya era noche cerrada. La viuda Marilyn Zetterlund miraba el fiordo helado desde su ventana: una planicie blanca donde el silencio pesaba más que cualquier palabra. Las brasas del hogar no calentaban nada; eran apenas un recordatorio de que estaba sola. La fotografía de Astrid, con apenas quince años, la observaba desde el marco de plata como un reproche interminable. Astrid no llegaría a España, no bailaría flamenco, no bebería sangría, no conocería a esos hombres oscuros que soñaba en sus cuadernos. La leucemia la había devorado como un invierno interior.
Marilyn bebió otro trago de aquavit. Sabía que debía huir. De Oslo, del fiordo, de esa casa convertida en tumba. Huir adonde el sol quemara lo suficiente como para borrar el hielo. España. Mallorca. El Mediterráneo que su hija había soñado.
Mientras tanto, en Nueva York, en un piso del UN Plaza, Truman Capote repasaba su propio exilio. Las botellas vacías eran soldados caídos en el suelo, los teléfonos callados eran campanas que anunciaban su derrota. Desde que Plegarias no atendidas había salido a la luz, las damas que un día lo adoraron lo habían borrado de sus listas, acusándolo de traidor. Un paria. Un bufón despojado de corte. Cada nombre que pronunciaba en sueños —Perry, Babe, Lee— era un fantasma que volvía a estrangularlo en la madrugada.
Pero en su escritorio, entre papeles manchados de alcohol y ceniza, había un folleto comprado por impulso: “Descubra las Islas Baleares. Paraíso mediterráneo al alcance de su mano.” España lo llamaba, una sirena rota, prometiéndole una libertad que ya no tenía en Manhattan.
Y así, dos almas distantes, heladas en sus respectivos inviernos, empezaban a caminar hacia el mismo sol. Marilyn, huyendo de la muerte. Truman, huyendo de la traición. Ambos destinados a encontrarse en una discoteca iluminada de Magaluf, en el verano en que España aprendió a confesar.
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Capítulo II -Oslo, enero de 1979
La mansión frente al fiordo llevaba tres metros de nieve sobre el techo. A las tres de la tarde ya era de noche y el silencio de la casa parecía un animal acurrucado. Marilyn Zetterlund se sirvió otro aquavit —el tercero— y leyó por quinta vez la invitación con membrete de la Embajada de España: cena benéfica para huérfanos.
No iría por caridad. Iría por Astrid.
En la repisa, una foto: Astrid a los quince, un mes antes del diagnóstico. “Mamá, de mayor quiero ir a España. Bailar flamenco, beber sangría, que un moreno me susurre en español”. No hubo España. No hubo flamenco. La leucemia llegó con un invierno interminable y se la llevó en seis meses.
Marilyn tomó la decisión con la naturalidad de quien firma una renuncia. Iría a España por ella. A ver lo que Astrid no vio. A vivir un poco por la que ya no vivía. A huir del fiordo que se había vuelto un espejo de su alma congelada.
Guardó la carta, avivó el fuego con abedul y dejó que la casa oliera a madera vieja y a promesa.
No sabía que esa promesa tendría forma de isla. Que al final del verano, bajo un sol implacable, alguien la miraría como se mira a una aparición.
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Capítulo III -Manhattan, febrero de 1979
El apartamento de Truman Capote, vecino de la ONU, era un museo del destierro. Fotografías con Jackie, con Babe Paley, con damas que lo amaron hasta que escribió la verdad. Después lo borraron de sus listas por traidor.
Sobre la mesa, botellas vacías como soldados caídos. En el contestador, editores pidiendo más veneno. La Olympia muda, como si conociera el precio de cada tecla.
Se acercó al ventanal sobre el East River. Nueva York no dormía, pero esa madrugada parecía cansada. Recordó a Perry Smith, recordó A sangre fría, recordó que la gloria podía ser un arma de doble filo.
Entre revistas y ceniza, un folleto: Descubra las Baleares. Mallorca. Lo había comprado por impulso, como si España guardara un antídoto. Quizá porque España también trataba de nacer de nuevo.
Reservó para junio. No sabía que en la isla lo esperaba una noruega con el corazón lleno de invierno, y un país aprendiendo a respirar sin miedo.
España sería escenario, pero ellos tres —Truman, Marilyn, Diego— estaban destinados a compartir la misma escena.
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Capítulo IV -Diego Restamenos, testigo
Diego Restamenos tenía veinte años y estudiaba Bellas Artes en Madrid. Hijo de un guardia civil que había votado Alianza Popular y de una maestra que, en secreto, votó PSOE. Era de esa primera generación que creía no conocer el miedo.
En su mochila viajaban tres libros: Cien años de soledad, El otoño del patriarca y A sangre fría. Había venido a Mallorca con lo que quedaba de la beca, convencido de que sería el verano más libre de su vida.
Aún no sabía que esa noche vería y oiría lo que lo perseguiría décadas, hasta obligarlo a escribir.
Diego caminó por el Passeig Mar y, en el horizonte, encontró la galería más poderosa de su formación: el cuerpo bajo el sol. Entendió sin teoría que, en la España del 79, cada pecho era un voto contra el pasado, cada baile un alegato, cada risa un plebiscito.
Todavía no sabía que, entre los cuerpos anónimos, una mujer venía del norte con su propia herida.
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Capítulo V -La banda sonora de la liberación
En la pensión, una radio encendida: Sister Sledge, “We Are Family”. España adoptaba un himno que venía de lejos pero hablaba de lo que aquí empezaba: elegir.
En la Costa del Sol, los españoles aprendían a mover el cuerpo sin vergüenza; en las Baleares la fiebre se desataba con igual fuerza. Donna Summer, Bee Gees, Chic, Gloria Gaynor: la movida todavía no tenía nombre, pero ya tenía cuerpo.
Bailar dejaba de ser entretenimiento y se volvía política: cuarenta años de marchas militares sometidas a un bajo que latía como un corazón recién trasplantado.
Diego salió a la calle con “Le Freak” en la cabeza. Mallorca olía a aceite de coco, sal y nervios felices. No sabía que esa música sería el andamio de su memoria.
En otra parte de la isla, Capote bebía en silencio, y Marilyn se preparaba. El telón estaba a punto de levantarse.
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Capítulo VI -La galería de Goya bajo el sol
Mallorca ardía todavía. La radio de un chiringuito insistía con Donna Summer, pero Diego Restamenos ya no escuchaba música: escuchaba cuerpos. Cada piel bajo el sol le sonaba como una nota, cada curva como un compás. Había venido a la isla con la promesa de un verano libre y ahora la playa se le revelaba como la galería más feroz del mundo.
Las majas de Goya reencarnaban bajo el sol mallorquín. Las vírgenes de Rafael en la tersura de las nórdicas. El claroscuro de Modigliani en los pechos lánguidos, tristes, como rostros agotados por el tiempo. Sorolla en las pieles luminosas, traslúcidas a través de telas hindúes pintadas por agua y sal. Botero en la abundancia que convertía carne en volumen de fiesta. Lam en las mujeres moriscas, selvas humanas de África y Mediterráneo. Claudio Bravo en las estrías plateadas de una madre española, mural íntimo de dictadura y caída. Y sobre todo, Pollock: arranques caóticos, chorreados invisibles, sangre menstrual sobre la arena como gesto de liberación.
Restamenos, apartó un mechón de pelo con sudor de la frente. Intentaba separar al voyeur del artista. Veía en los cuerpos un manifiesto: en las quinquentañeras, la historia de una dictadura; en las nórdicas, la promesa de otra Europa; en los morenos, la memoria de un país que volvía a reconocerse mezcla.
—Mira eso, Capote —dijo.
El escritor metió sus pies en el mar y suspiró.
—¡Gloria bendita!
Vieron a una pareja joven jurarse eternidad en un corazón dibujado, borrado al instante por la ola.
—La vida escribe y borra al mismo tiempo —murmuró Restamenos.
Caminaron entre cuerpos. El aire olía a hachís y cerveza. Pechos lánguidos de Modigliani, exuberancias de Botero, figuras huesudas de Lam.
Y Pollock, pensó Diego, estaba en todo: en la crema derramada, en el sudor, en la arena, en la sangre. La playa era su taller. Un manifiesto sin firma. España firmando con la piel.
De pronto, el destello: una joven emergió del agua, recogió un camisón y lo colocó sobre sus pechos. La tela mojada se pegó como un segundo cuerpo, iluminando sus formas como diamantes recién cortados.
—Mírala —susurró Restamenos.
Capote la vio también. Botticelli en la cala, Sorolla en el gesto.
España, desnuda, tímida y orgullosa, se atrevía por primera vez a poseer su propio cuerpo.
Entre la multitud, Diego creyó ver de lejos un destello de cabello platino. Tal vez era un reflejo, tal vez un anuncio. El verano aún no había dicho su última palabra.
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Capítulo VII – Las extranjeras: embajadoras de la nueva Europa
Tres escocesas: Anne, Paulette y Cindy. Dos hermanas y una amiga. Llegaron con mochilas, bikinis sin estrenar y cremas de Boots. En su país se imponía Thatcher; en la isla, la desmesura.
Conocieron a Capote fuerte —así lo llamaban—: veinticinco años, belleza mediterránea, sonrisa que mezclaba inocencia mallorquina y malicia recién despertada. Hijo de mecánico, políglota de calle, experto en hacer que los forasteros se sintieran en casa. Amante ocasional de Truman, sin exigirle nombres.
Alrededor orbitaban francesas: Ann-Charlotte (Filosofía en la Sorbona) y Marie (Leica en el cuello, demasiada vida para usarla). Una cantaba que Mitterrand cambiaría la vida; la otra quería fotografiarla, pero prefería vivirla.
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Capítulo VIII – Capote fuerte: el Mediterráneo encarnado
Mientras Truman flotaba en el mar, con la sal curándole heridas de Manhattan, Capote fuerte lo miraba desde la orilla. Veía en él un extraterrestre: alguien que venía de un mundo de rascacielos y libros famosos. Y, sin embargo, en la cama de Cala Mayor, no era más que un hombre de voz frágil, de cuarenta y cinco años, necesitado de amor como oxígeno.
—¿Los ricos son más felices? —preguntó Capote fuerte.
—No. Son más complicados. Y complicado no es lo mismo que profundo.
—¿Y tú eres feliz?
—Soy honesto. Y honestidad y felicidad son enemigos naturales.
Capote fuerte archivaba esas frases como semillas. Sabía que el verano acabaría. Que Truman volvería a Nueva York y él a la mecánica. Pero había noches en que lo veía escribir y pensaba: “¿Y si se queda?”.
No sabía que lo único que Truman no podía abandonar era a Truman Capote.
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Capítulo IX – Alexandra en Magaluf: laboratorio existencial
Alexandra no era un club oscuro, sino iluminado, transparente. Metáfora de la España recién nacida: nada de sombras, todo expuesto.
Para los jóvenes españoles, aquello era vértigo. Por primera vez podían elegir: a quién besar, cómo moverse, qué pensar. La libertad era embriagadora y, al mismo tiempo, producía náusea sartriana: demasiadas posibilidades.
En medio de esa fiebre, Marilyn Zetterlund. Sentada en la barra, voz áspera por el tabaco, convertida en oráculo. Los jóvenes la buscaban porque hablaba con una honestidad brutal.
—Estoy aquí porque he aprendido que la soledad compartida es menos cruel que la soledad en soledad.
Ellos la miraban como a una esfinge. Ella, a ellos, como si en cada gesto reviviera a Astrid.
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Capítulo X – El encuentro de almas rotas
A las tres de la mañana, Truman se acercó a Marilyn. Diego Restamenos lo vio todo.
—Así que te llaman Marilyn… ¿o prefieres Karin?
—Llámame como quieras. Los nombres son máscaras.
—¿Sabes quién soy?
—Claro. He leído A sangre fría. Sé tu dolor.
—¿Mi dolor?
—El de escribir sobre asesinos porque, si tú entiendes la oscuridad. El de amar distinto en un mundo que castiga la diferencia.
Ella habló de soledad cósmica. Él, de Nueva York, disfrazado de cóctel. Compararon ciudades: Oslo, silencio; Nueva York, ruido.
Y entonces Marilyn lo llevó más lejos:
—¿Sabes qué somos? Dos náufragos del norte, refugiados en una isla africana disfrazada de Europa.
Truman asintió. España acababa de despertar. Cada cuerpo que bailaba era un parto.
Alzaron las copas:
—Por Juana la Loca. Por Marilyn Monroe. Por todas las locas que nos salvaron.
Y el eco histórico se selló: España era Juana, atrapada siempre entre modernidad y represión.
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Capítulo XI – Clarence, oficiante de la madrugada
El alba se insinuaba. En la cabina de sonido, Clarence, uno de los dos DJs jamaicanos, contorsionaba su cuerpo como una serpiente lenta sobre los beats de Isaac Hayes. No era un simple pinchadiscos: era un oficiante, un chamán que conducía a los cuerpos hacia la última comunión de la noche.
Winston, su compañero, sincronizaba vinilos con precisión quirúrgica hasta dejar caer “Sad Eyes” de Robert John. Entonces ocurrió la caza ritual: los jóvenes se lanzaron a la pista como si persiguieran un sacramento. Los olores de alcohol, sudor y deseo llenaron el aire.
En un rincón, Marilyn seguía contando historias a quienes no se querían ir.
—Les hablaré de Munch, de su “Madonna”… —dijo con voz grave.
Describió la figura central, el contorno de espermatozoides, el feto espectral.
—Eso somos esta noche, mis niños. Un cuadro de Munch bailando bajo luces de neón. Sexo y locura, inseparables. El deseo es también enfermedad: una fiebre que se mete en la sangre y nos hace creer que la eternidad puede caber en un cuerpo.
Los jóvenes rieron, fascinados. Y entonces Marilyn, con la voz más baja, dejó caer el verdadero veneno:
—¿Saben quién lo entendió antes que nadie? —preguntó Marilyn, con una calma que parecía humo.
—Un cura nicaragüense, Ernesto Cardenal.
Hizo una pausa y dejó que el nombre quedara flotando entre las luces de neón.
—Le escribió una oración a Marilyn Monroe, la verdadera, no yo… “Sola, como astronauta frente a la noche espacial.”
Se inclinó hacia los muchachos, como si confesara un secreto.
—Eso era ella. Eso somos todos. Astronautas de la soledad, orbitando en el vacío y disfrazándolo con sexo, con música, con luces.
Los chicos callaron. Capote, desde la barra, levantó la cabeza: aquella frase era un espejo brutal. Como si Marilyn le hubiera leído la mente.
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Capítulo XII – El Seat 500 y el guardia civil filósofo
El grupo salió tambaleando de Alexandra como una procesión desordenada. El aire del amanecer era áspero, casi hostil, y la luz primera del sol no perdonaba: mostraba la piel sudorosa, los ojos rojos, los labios aún brillantes de besos robados.
El destino era el coche de Capote fuerte: un Seat 500 viejo, heredado de su padre, que parecía más una lata de sardinas que un automóvil. Estaba aparcado frente al mar, cerca de hoteles donde alemanes carcomidos por el sol y británicos borrachos se desmayaban.
Capote fuerte, con gesto teatral, levantaba las llaves como si fueran un cetro. Pero al meter la mano en la cerradura, ocurrió lo impensable: la manija se desprendió. El grupo entero estalló en carcajadas nerviosas. La otra puerta también estaba rota.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Anne, la escocesa.
Diego Restamenos sintió un escalofrío. El alcohol le daba coraje, pero en el fondo llevaba en los huesos el miedo heredado de toda su generación: miedo a quedarse varado, miedo a la autoridad, miedo a la Guardia Civil.
Y como si el destino quisiera probarlo, tres figuras con tricorne aparecieron al final de la calle.
El silencio fue inmediato. Las risas murieron. Los extranjeros apenas entendían, pero Diego lo sabía: un guardia civil no era un policía cualquiera. Era la sombra del franquismo encarnada. La bota que durante cuarenta años había aplastado toda risa, toda confesión, toda piel desnuda.
El corazón se le subió a la garganta. Pensó en su pasaporte olvidado. En las historias de su padre. En la cárcel. En la porra.
Uno de los guardias se acercó despacio. Miró el coche, miró a los jóvenes, miró la manija rota. Y entonces habló:
—A ver, chaval… Dame esas llaves.
Diego tragó saliva. El tricorne manipuló la cerradura con maestría, y en menos de un minuto la puerta se abrió con un chasquido.
El guardia sonrió, casi cómplice, y soltó la frase imposible:
—Chaval, yo soy un buen ladrón.
El grupo se quedó petrificado. Diego sintió un vértigo: la frase retumbó como un eco de la discoteca, como un eco de Ernesto Cardenal. Un guardia civil confesando su delito, astronauta en medio de la noche española, flotando entre la mentira y la verdad.
Era un milagro. Un sacramento. El uniforme verde convertido en oficiante de la nueva España: la España que empezaba a decir la verdad.
Diego lo entendió: España era también un astronauta, lanzado al vacío de la democracia, confesando delirios en la oscuridad.
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Capítulo XIII – Éxodo a la arena – La verdad bajo la luna
A las cuatro de la mañana, cuando el alcohol había disuelto los últimos frenos y el chocolate marroquí había abierto puertas en la mente, la migración era inevitable.
No hubo acuerdo previo, ni voces de mando. Fue un instinto primitivo. Como manada obedeciendo a la luna, los jóvenes comenzaron a abandonar a Alexandra. Algunos en parejas improvisadas, otros en grupos que se deshilachaban en risas, todos arrastrados por la urgencia de completar lo que la pista había insinuado.
La dirección era una sola: la playa.
La arena como catedral
Magaluf amanecía como un templo sin paredes. La arena tibia aún guardaba el calor del día anterior, mientras la luna se erigía sobre el mar como un altar blanco. El Mediterráneo estaba quieto, cómplice. Allí se congregaron decenas de cuerpos, sin programa ni liturgia, pero con un fervor que recordaba a una procesión invertida: en vez de penitencia, placer; en vez de cilicio, piel desnuda.
Ann-Charlotte y un joven catalán extendieron una toalla y comenzaron a besarse con torpeza devota. Ella no entendía el catalán que él le susurraba, pero lo traducía en caricias. Él no entendía su francés, pero lo respondía en saliva y manos. El idioma era el cuerpo.
A pocos metros, Marie —la francesa fotógrafa que no usaba su Leica porque prefería vivir— se tumbaba en la arena junto a Clarence, el DJ chamán. Sus pechos blancos reflejaban la luna como dos hostias profanas, mientras las manos negras de Clarence dibujaban mapas sobre su piel.
—En Jamaica —susurró él— cuando una mujer se desnuda bajo la luna, está rezando.
—¿Y qué pide en su oración? —preguntó ella.
—Que el tiempo se detenga.
Más allá, Cindy y Capote fuerte se apartaron hacia una cala escondida. Ella sabía que en una semana volvería a Escocia; él sabía que nunca saldría de Mallorca. Y esa condena de la distancia hacía cada beso más desesperado.
Era amor breve, condenado al olvido, pero vivido con la intensidad de quien sabe que resistir al tiempo es imposible.
La misa de los cuerpos
Decenas de parejas poblaban la playa. Españoles con alemanas, suecas con andaluces, italianos con catalanas. Europa reconciliada bajo la luna.
La arena se convirtió en confesionario colectivo. La piel fue evangelio. El sexo, sacramento. El placer, la única oración válida.
Y en medio de todo, Diego Restamenos observaba. No como voyeur, sino como cronista. Sabía que estaba presenciando el nacimiento de una España nueva, menos católica y más mediterránea.
Comprendió, con un vértigo místico, que cada cuerpo desnudo era un acto político. Cada pecho liberado, un voto contra el franquismo. Cada orgasmo, una victoria contra la muerte.
La luna lo iluminaba todo como un dios neutral, sin juicio ni condena. Solo testigo.
Diego cerró los ojos y escuchó el murmullo del mar mezclado con jadeos, risas, confesiones. Y entendió lo que había buscado toda la noche:
La vida es una enfermedad mental que solo se cura con más vida.
Marilyn Monroe había muerto por exceso de vida en un solo cuerpo. Truman Capote agonizaba por exceso de lucidez en una sola mente. Marilyn Zetterlund sobrevivía cargando un exceso de dolor en un solo corazón.
Pero esos jóvenes en la arena, esa España desnuda bajo la luna, habían encontrado un remedio: sexo como oración, confesión como resistencia, autenticidad como salvación.
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Capítulo XIV – Cartagena y Magaluf, espejos del mismo delirio
No. Por supuesto que no… no era ese “Gato Negro” de la playa de lo que fue un día la Cartagena aristocrática. Allí, en aquellos años, el cierre temprano caía como una sentencia: no más allá de las once de la noche había que huir cerros arriba, correr hacia las casas para ponerse a salvo de los aterradores y abusivos toques de queda de los setenta.
Cartagena, que había sido ciudad de mar detenido y luces elegantes, respiraba bajo la sombra del miedo. Los balcones coloniales, que antaño miraban al Pacífico como espejos abiertos al mundo, se apagaban temprano, cerrados a cal y canto, como si el silencio fuese la única forma de sobrevivir. La aristocracia costera, que había dado poetas, músicos y conspiradores, se escondía detrás de cortinas pesadas, aprendiendo a caminar en puntillas por miedo a los pasos de botas que resonaban en las calles.
El Gato Negro no era un templo de libertad, sino un recordatorio de la cárcel invisible. Las carcajadas eran ahogadas, las copas se bebían a medias, siempre con un ojo puesto en el reloj. Y cuando las sirenas del toque de queda aullaban, no quedaba más remedio que subir cerros arriba como exiliados de su propia ciudad. Cartagena era un escenario bello, pero secuestrado por la dictadura: un teatro de fachadas congeladas y de cuerpos que temían su propio deseo.
Décadas después, en la otra orilla del Atlántico, Magaluf se erigía como el espejo invertido de aquel delirio. Allí no había toques de queda, sino una noche que no terminaba nunca. No había silencio impuesto, sino un estruendo continuo de discos, guitarras eléctricas y sintetizadores que prometían la eternidad en cada compás. Magaluf era la capital europea de la desmesura, el laboratorio de un país que se sacudía cuarenta años de censura y penitencia católica para gritar con la piel desnuda: “somos libres.”
Pero la libertad, como la dictadura, también tenía sus sombras. En cada copa robada, en cada cuerpo abandonado sobre la arena, en cada confesión arrastrada por el humo del chocolate marroquí, había una desesperación oculta. Si Cartagena había sido la ciudad que aprendió a callar por miedo, Magaluf era la isla que aprendía a hablar a gritos para tapar su propio vacío.
Dos ciudades, dos orillas, dos tiempos distintos: si una marcada por el miedo, la otra marcada por el exceso.
Y, sin embargo, ambas eran parte de la misma historia: la de pueblos condenados a buscar en la noche un sentido a su propia existencia.
Cartagena escondía su delirio bajo la represión. Magaluf lo exhibía con desmesura bajo el sol y el neón. En el fondo, eran espejos que se devolvían la misma imagen: la fragilidad humana frente al poder, el deseo y la locura.
Truman Capote lo intuía en cada paso torpe bajo el calor balear. Marilyn Zetterlund lo sentía en cada sorbo de whisky, sabiendo que lo que allí presenciaban no era simple diversión, sino la confesión colectiva de un país entero.
Y Diego Restamenos lo supo también: aquel verano no era un simple verano. Era la demostración de que la verdad, tarde o temprano, se abre paso—ya sea entre las sombras de Cartagena o bajo las luces brutales de Magaluf.
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Colofón
La noche de Magaluf fue un espejo brutal.
España, recién nacida, se miró en él y no pudo ocultar nada: ni el sudor de la carne, ni las mentiras de la política, ni las enfermedades que corroen en silencio. Confesó en una sola madrugada lo que había callado durante cuarenta años de dictadura.
Porque no eran solo Truman y Marilyn los que bebían para olvidar; era un país entero que intentaba borrar con música disco y chocolate marroquí las cicatrices de Franco.
No eran solo jóvenes los que se desnudaban en la arena; era la península completa sacudiéndose el manto negro de la Iglesia para exhibir sus cuerpos como banderas.
Y no era solo un guardia civil el que se atrevió a declararse ladrón; era el Estado mismo que empezaba, por fin, a confesar su propia miseria.
La locura —esa palabra tantas veces maldita— dejó de ser un estigma y se convirtió en una forma de verdad. Juana la Loca, Truman Capote, Marilyn Zetterlund, Marilyn Monroe, cada uno a su manera lo había demostrado: que la razón, sin pasión, es un cadalso, y que la enfermedad mental no es castigo divino ni vergüenza heredada, sino la marca humana más sincera.
España aprendió esa noche que confesar era más revolucionario que callar. Que el verdadero acto político no era alzar la voz en un mitín, sino desnudar el alma en un club de Magaluf, entre el humo y la música, y decir: “Yo también estoy roto.”
Al amanecer, cuando los cuerpos exhaustos aún temblaban bajo la luna, la isla ya no era la misma.
Ni Truman. Ni Marilyn. Ni España.
Porque la verdad, una vez dicha, no se puede devolver al silencio
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Germán Toro Ghio
(Santiago de Chile, 1958) ha hecho de la escritura un oficio de confesión y de resistencia. Escritor, estratega, fotógrafo y publicista, ha creado campañas políticas, corporativas y privadas en América Latina y Europa, siempre desde la certeza de que la comunicación es un campo de batalla donde se juega la memoria de las sociedades.
El cineasta chileno Juan Forch —arquitecto de la histórica campaña política del “NO” en Chile de 1990, más tarde dramatizada en No, dirigida por Pablo Larraín y con la actuación excepcional de Gael García Bernal, nominada al Óscar— escribió que las narrativas de Toro Ghio “enriquecen nuestra comprensión de la historia más allá de los campos de batalla y las cortes reales, desplazándose con naturalidad del desasosiego de un hotel en Moscú al éxtasis de la selva nicaragüense.”
A la par, se ha convertido en una de las voces más autorizadas del sector energético a escala global, capaz de traducir lo hipercomplejo en un cuento simple y brutal. En su entrevista para EnergyCentral, tras ser nombrado Experto, vaticinó con precisión el caos energético que hoy sacude al planeta. Aquella advertencia fue menos un análisis que una profecía.
Espero que estas mejoras satisfagan tus necesidades y que el texto ahora fluya mejor y sea más claro para los lectores.
Doubt.
If it concerns the soul, or life itself. If it turns to the sun, or the silence of night. If what is needed is writing or the sharpening of words. Whether the matter is crisis, politics, corporate communications, or energy.
You may call. You may write. At any hour of the day.
Within 24 hours, you will receive an answer. This is not speculation. No delay. But clarity — composed, complete, decisive.
Honorarium: €62.5 for the inquietud Germán Toro Ghio, Strategic Analyst · Writer · 30 Years of Experience...
In December 2023, Energy Central recognized outstanding contributors within the Energy & Sustainability Network during the 'Top Voices' event. The recipients of this honor were highlighted in six articles, showcasing the acknowledgment from the community. The platform facilitates professionals in disseminating their work, engaging with peers, and collaborating with industry influencers. Congratulations are extended to the 2023 Top Voices: David Hunt, Germán Toro Ghio, Schalk Cloete, and Dan Yurman for their exemplary demonstration of expertise. - Matt Chester, Energy Central
You can't possibly deny me...
Have a wonderful day filled with good health, happiness, and love…